Tras los atentados del 11 de septiembre de 2001, unidades caninas de búsqueda y rescate fueron desplegadas en la Zona Cero con la misión de localizar a personas atrapadas bajo los escombros. Los perros operaron junto a cuerpos de emergencia durante días, recorriendo ruinas en condiciones extremas mientras seguían protocolos de rastreo entrenados previamente.
Con el paso de los días, los entrenadores notaron cambios en el comportamiento de los animales. Los perros, adiestrados para hallar sobrevivientes, no encontraban señales de vida. La ausencia de hallazgos positivos comenzó a afectar su desempeño. Según sus cuidadores, estos animales interpretaban la situación como un fallo en su labor, lo que derivaba en señales visibles de estrés.
Para contrarrestar esta situación, los equipos diseñaron simulacros de rescate. Voluntarios se ubicaban entre los restos de las estructuras colapsadas simulando ser sobrevivientes. Estas acciones permitían que los perros realizaran hallazgos exitosos, reforzando su motivación. Las intervenciones no solo permitieron continuar con las labores, sino que también funcionaron como un mecanismo de apoyo emocional para los animales.