Los druidas desempeñaron un papel central en la vida de las comunidades celtas, actuando como líderes religiosos, jueces y asesores de los gobernantes. Su presencia se extendió por distintas regiones de Europa, incluyendo Gran Bretaña, Irlanda, Francia y parte de la península ibérica, antes de la llegada del dominio romano.
Su conocimiento era transmitido oralmente, evitando registros escritos. Autores clásicos como Julio César documentaron sus prácticas y creencias. Entre sus conocimientos se encontraban la astronomía, la medicina y el derecho. Sostenían la idea de la reencarnación y la transmigración de las almas.
Las ceremonias druídicas tenían lugar en bosques considerados sagrados, especialmente en torno a los robles. Se les atribuía el uso del muérdago como elemento con propiedades curativas y simbólicas. Algunas crónicas romanas mencionan la realización de sacrificios en sus rituales.
El proceso de formación de un druida era prolongado, con un aprendizaje que podía extenderse hasta dos décadas. Además de sus funciones espirituales, intervenían en la resolución de conflictos y asesoraban en decisiones de importancia para la comunidad.
Con la expansión romana y la imposición del cristianismo, su influencia disminuyó hasta desaparecer como grupo organizado. No obstante, su herencia persiste en la cultura celta y en corrientes neopaganas que reivindican sus tradiciones.